Llegar al aula de estudio siempre me llena de incertidumbre, nada puede ser planeado. Puede suceder que llegue con bastante tiempo de anticipación y no pueda entrar al aula hasta después de diez minutos, todo porque tienen problemas para subir materiales al piso cuarenta; por seguridad debemos esperar a que termine la faena.

También puede ser que no haya tenido problemas para ingresar a la obra y llegar hasta el aula, pero sí puede ser que el aula se quede sin luz y tenga que buscar a los encargados de la electricidad para que la reestablezca. O puede ser que llegue al aula y sí tenga energía eléctrica, pero las computadoras no tengan conexión a Internet, o que se actualicen y tarden las dos horas de la sesión en terminar. Incluso puede tocarme un día de pésima suerte en el que pasen todas estas cosas juntas.

Sin embargo, esto no me quita el sueño, todo puede solucionarse, siempre hay gente dispuesta a resolver los problemas de la “escuelita”. Lo que me quita el sueño, lo que de verdad me causa miedo, es que un día no llegue ningún alumno al aula, ese sí sería un mal día.

Cada día entro y me siento en mi escritorio a pensar lo mismo -los alumnos ya se tardaron en bajar, seguro hoy no viene nadie-, aunque desde mi llegada sólo hayan transcurrido cinco minutos. Me vienen a la cabeza muchas ideas, por ejemplo: que les aburrió la sesión del día anterior y por eso no van a bajar, o que soy mala asesora y consideran que no vale la pena asistir a clases.

Miro la puerta y el reloj, cada minuto avanza y la incertidumbre crece, incluso pienso que no les interesa aprender. Sin embargo, todo ese miedo se va cuando veo al primer alumno bajar por las escaleras, sonriendo y gritando desde lejos que no hizo la tarea, pero que aun así bajó porque no se quiere atrasar “que ahorita mismo la hace “.

Por: Carolina Ortega

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